THE LOCAL HONEYS

The Local Honeys

(La Honda Records, 2022)

El pasado 27 de enero, La Honda Records (sello reciente que va a darnos muchas alegrías –Colter Wall, Vincent Neil Emerson y Riddy Arman ya han dejado el listón altísimo–) daba la bienvenida a su quinto artista, el músico canadiense Bryce Lewis, de quien ya daremos buena cuenta en su momento, cuando editen el disco, por lo que ahora que me dispongo a hacer esta reseña, The Local Honeys ya no son su última apuesta. Como nos pasara en su día con Bloodshot Records, o, qué se yo, con Fat Possum, por citar solo los más afines a nuestros desvelos, todo parece apuntar a que este nuevo sello va a ser nuestro siguiente Virgilio para la selva oscura, «nel mezzo del cammin di nostra vita». Confianza absoluta para bajar con ellos de la mano hasta el círculo más remoto del infierno. El disco de las Local Honeys (como, sin duda, lo hará en breve el de Bryce Lewis) no hace sino confirmar nuestra intuición, lo cual, ¿qué duda cabe?, es ya más que suficiente motivo para celebrarlo y reseñarlo cuantas veces sea necesario (de hecho, por este blog ya han ido pasando todo su plantel), puesto que la existencia de un sello así, tan radical y tan sin imposturas, en los tiempos que corren, en efecto, y retomando al Dante, tan de selva oscura, es poco menos que heroico (incluso suicida) y, por eso, al menos en lo que a mí respecta, ya me tienen ganado para la causa. The Local Honeys son puro Kentucky. La sangre de Kentucky corre por sus venas como un caballo de carreras desbocado. Los que saben de esto recuerdan las palabras del maestro Tom T. Hall (el Raymond Carver de la música country), quien cuando tildaba a alguien de dar crédito a la maravillosa tradición de Kentucky quería decir, básicamente, que te cogieras una silla y te pusieras a escuchar, porque la cosa iba en serio. Y, tanto Linda Jean Stokley como S. Montana Hobbs, llevan ya sus buenos diez años dándole la razón al viejo Tom T. Hall. Viñetas cuidadosamente elaboradas, pura artesanía, del Kentucky rural que las vio nacer y crecer, entre bosques y caballos. Central Appalachia. De nuevo, sí, nueva piel para la vieja ceremonia. Pero ellas, recogiendo toda esa tradición ancestral, dan un paso más allá, se niegan a ser simples abastecedoras de tradición, innovan y rompen reglas (como, por ejemplo, meter una batería en una banda de bluegrass, algo considerado tradicionalmente tabú, casi sacrílego, que a los más puristas, les parecerá degeneración y corruptela, «bastardear» el género, como seguramente dirán, en su pazguata función de gendarmes de la pureza), no como método premeditado ni de manera estudiada, sino de forma natural, para dirigirse a la nueva generación, que es la suya, la nueva hornada que se cuece en los Apalaches, gente que comprende la belleza, la lucha y la complejidad de lo que supone vivir hoy en esas montañas (la epidemia opiácea, la adicción, la desaparición de los viejos hillbillies, las penurias y las derrotas de la vida rural, tema especialmente conmovedor en la canción «Dead Horses»…). La cosa se resuelve, además, con un lirismo y una exquisitez literaria a la que ya podrían siquiera aspirar muchos, en una especie de pulso permanente entre la elegía y la esperanza. Tratar de asir con la música todo ese mundo que se desvanece, ese mundo cuya esencia, desde los primeros tiempos, parece ser precisamente esa misma cualidad intrínseca del desvanecimiento, de vivir siempre al filo y de espaldas al tiempo, siempre pivotando entre la lucha, la pérdida y la supervivencia. No en vano el disco se inicia con una versión de la mítica «The L&N Don't Stop Here No More» de Jean Ritchie, realeza de los Apalaches (y, por lo visto, pariente de Hobbs), sobre las penalidades de las comunidades mineras tras el cierre de las antiguas minas, especialmente conmovedora gracias, también, a la labor de los miembros de The Food Stamps, la banda de Tyler Childers, que las acompaña en todo el disco, dirigidos y producidos por Jesse Wells, alias «El Profesor» dado que, aparte de miembro de la susodicha banda (a su cargo quedan las guitarras, el violín y la mandolina), es además archivista y profesor en el Centro para la Música Tradicional de la Universidad Estatal de Kentucky, en Morehead, a la que asistieron tanto Linda como Montana. Jesse Wells ha sido siempre su mentor. Fue quien les hizo ver, por ejemplo, que en cada rincón y grieta de las vetustas montañas de Kentucky, hasta en el recoveco más peregrino, hay una forma diferente de tocar el violín. Los violinistas del condado de Woodford suenan completamente diferentes a los del condado de Jackson, Estill, Wolfe o Pike. Y así con todo. Linda Jean Stockley, lo reconoce: «Toda esa música nos ayudó a conectar más con nuestro terruño y con la historia de la música que emana de él». Han tocado mucho en gasolineras y aparcamientos. Se han curtido bien en la carretera y son, además, expertas en cerveza local. Sus favoritas: Cougar Bait (4.9% ABV American Blonde Ale), Halfway Home (5.5% ABV American Pale Ale), Cliff Jumper (7.0% ABV India Pale Ale), Shotgun Wedding (5.5% ABV Brown Ale envejecida con vainas de vainilla) y Survive (4.5% ABV Pilsner). Pollo frito, bollos y tarta Derby. Pan de maíz y frijoles. Si no te han enamorado ya, es que no tienes corazón. Tom T. Hall ni lo dudó, lo vio clarísimo (así que no es solo cosa mía). Siéntate y atiende.

BILLY STRINGS

Me and Dad

(Rounder Records, 2022)

Comenzaré haciendo dos declaraciones que luego intentaré matizar. DECLARACIÓN nº1: Adoro a Billy Strings. DECLARACIÓN nº2: Detesto sus discos. En lo que se refiere a la primera declaración no hay mucho más que añadir. Se trata de un amor incondicional. Desde que lo vi por primera vez, me quedé prendado. Su actitud, sus pintas, su desfachatez, ese vídeo de KEXP actuando con Don Julin a la mandolina y Kevin Gills al contrabajo, en esa senda en mitad del bosque, en Pickathon, allá por julio de 2015. Mucho antes del Grammy (2021) y de saltar al superestrellato. Un pasado duro con padre biológico muerto por sobredosis de heroína cuando tenía apenas dos años. Luego su madre se casó con Terry Barber (el padre de este disco, su auténtico padre: «Terry me crio y me enseñó a limpiarme el culo, a anudarme los zapatos y a tocar la guitarra. Es mi puto padre»), el músico amateur de bluegrass que le inoculó el virus de la música. De Michigan a Kentucky y de Kentucky a Michigan. Siendo aún preadolescente, sus padres se enganchan a la metanfetamina. A los trece, Billy se va de casa y acaba enganchándose también a todo lo que pilla. Drogas duras y alcohol a punta pala. Rock, metal, tatuajes, heridas. El desenlace no auguraba nada bueno. Pero, al final, logró salir de todo eso. Lograron salir. Los tres. Y ese pasado, esas peripecias, esos saltos mortales, se transmiten en su directo. Hay dolor y hay gozo. Hay Doc Watson, claro, y Del McCoury, Bill Monroe, John Hartford, Ralph Stanley y Earl Scruggs por parte de padre, pero también se identifica el Jimi Hendrix, el Johnny Winter, los Def Leppard y los Black Sabbath de sus devaneos. Fue su tía la que le cambió el nombre, de William Lee Apostol a Billy Strings, Billy «Cuerdas», por la pericia que se gastaba con cualquier instrumento de bluegrass que cayese en sus manos. Se hizo con mi corazón aquel día de frío infernal, en el Capitol Theatre de Nueva York, cuando sacó chocolate caliente para todos los que esperaban en la cola de su concierto. Desde 2015 ansiaba que alguien le grabase, para poder disfrutar una y cien veces de sus discos. Y así llegamos a la DECLARACIÓN nº2. Salieron los esperadísimos álbumes, fueron llegando puntualmente a casa. Y ahí están, después de la primera escucha, muertos de risa. Evidentemente –para mí al menos–, algo se perdió en la traducción. Suele pasarme con ciertas producciones de bluegrass. Cuando se sobreproducen, se embellecen y se revisten de excesiva grandilocuencia. Me agotan en seguida. Puede que sea un problema únicamente mío, una tara de fábrica. Ya hablaba el otro día del tedio que, fuera del ámbito del circo, me provoca siempre el virtuosismo, cualquier virtuosismo. No te digo ya cuando se trata de un virtuosismo grabado. En eso me parece que la cosa es como lo del chiste de Woody Allen en Días de Radio, ¿qué puto sentido tiene un ventrílocuo por radio? También creo que es cosa del bluegrass. Estoy convencido de que la música bluegrass, al igual que otras músicas tradicionales, la música folk en general, más que para ser escuchada, siquiera en vivo, es para ser perpetrada, para ser vivida. Es una celebración. Es una fiesta en el porche. Es un llenar el vacío de la miseria humana. Uno puede disfrutarla desde fuera, no te digo que no (soy la prueba viva, supongo), pero es como ir a una fiesta en la que todo el mundo está jubilosamente ebrio y no tolerar el alcohol (ser siempre el que renuncia al opio para vigilar que los demás no acaben tirándose por la ventana). Y mucho más aún para alguien como yo que, además, no ha nacido con dotes para la música (en más de uno de esos saraos de porche me he visto involucrado en mis viajes por el Oeste, con todo el mundo tocando y compartiendo canciones de su tierra; recuerdo especialmente a dos pescadoras/violinistas de Alaska en el Cowboy Poetry Gathering de Elko, Nevada, claro, ya os podéis imaginar, me llega el turno y no sé ni dónde meterme –creo, de veras, que de haberme sabido entonces alguna canción tradicional o de haber sabido tocar alguno de aquellos instrumentos que iban pasando de mano en mano, ahora vosotros no estaríais leyendo esto y yo estaría probablemente borracho en un bar de Anchorage, esperando el barco pesquero de mi chica–), imposible evitar la sensación de ser un tipo orondo en calzoncillos que bebe cerveza y come cosas grasientas mientras ve deporte por la tele. El deporte, como el bluegrass, como el sexo, es para hacerlo, no para verlo. Lo demás no dejará nunca de ser figuración y tentativa, un pobre remedo. Claro que tampoco es que uno sea ajeno a la belleza que, a veces, se desprende de todo eso. Y esa belleza, aun no siendo uno partícipe de su hervor, se puede husmear y admirar desde fuera (incluso diferida). Cuando la cosa es tan auténtica, cuando se logra transmitir esa magia del momento, del suceso instantáneo, del júbilo de estar y saberse juntos, y celebrarlo, celebrar esa cosa a veces tan ínfima que es no tener nada, o apenas nada, en este puto mundo, pero tener la música (el «somos feos, pero tenemos la música» que le soltaba Leonard Cohen a Janis Joplin en el Hotel Chelsea). A veces, con eso, basta. Y, a veces, hay discos de bluegrass que lo transmiten, aunque uno solo colabore bebiendo cerveza y tocando instrumentos invisibles en el vacío. Pero, ya digo, que los discos de Billy Strings siempre acababan resultándome tediosos, no me provocaban el desafuero que me provocaban sus grabaciones en vivo, sus vídeos. Hasta este álbum. Me and Dad es el disco que estaba esperando. Aquí y ahora, sí. Descomunal en su sencillez. Pura emoción. Cuenta Billy que, sometido a la vorágine de la carretera y de los infinitos bolos que lleva solapando en estos últimos doce años, tenía miedo de no encontrar el tiempo para hacerlo, le aterraba no poder llegar a grabar este disco con su padre. Por fortuna para todos, ha sucedido. Metió a Terry en los estudios Sound Emporium de Nashville, en compañía de unos músicos de ensueño (un par de McCourys y Jerry Douglas, entre otros). Terry se presentó con la Martin acústica que tocaba cuando Billy era un crío y que, en su día, tuvo que empeñar para sacar adelante a la familia. Catorce temas mano a mano, padre e hijo, todo recuerdos, emoción y vínculo. ¿Quién canta qué? Todo sale natural. «Llevamos tocando estas canciones toda la vida. Llegamos a la parte en la que uno de los dos tiene que cantar y nos miramos». «¿Tú o yo?», le pregunta Billy a su padre. «Llevamos haciéndolo desde que tenía tres años. No puedo tocarla con nadie como la toco contigo». «Yo igual», dice Terry. «Lo he intentado, pero no hay manera». La voz de la madre de Billy se une también al final, en el último corte. El disco es eso. Solo eso y todo eso. Después de los años duros, de los años de lucha y supervivencia, del ruido y la furia, este disco es meramente eso: «Mamá, papá y yo. Los tres juntos». Y es pura magia. Medicina buena, que diría un chamán de las llanuras. Ahora sí, Billy. Inmenso. Gracias por este regalo.

ADEEM THE ARTIST

White Trash Revelry

(Four Quarters Records, 2022)

Por muchos motivos, este es uno de los discos más importantes que ha dado a luz el género (country) en los últimos años. Por la valentía, por la honestidad, por la calidad literaria de sus letras, por la excepcional manera de radiografiar el basural estadounidense, la cochambre del sueño americano, por el modo atrevido y desprejuiciado con que planta cara a unos y otros, sin cortarse un pelo, por cómo rompe con toda suerte de ideas preconcebidas, por la rabia y por la desesperación, claro es, pero también por la esperanza, por el afán de lucha irredenta y por su luminoso carácter levantisco, subversivo e indómito. Y todo ello sin dar la chapa (más que activista, se considera un payaso de rodeo) y con unas dotes musicales apabullantes. Pura emoción desatada. La banda sonora perfecta para un libro como El Manifiesto Redneck Rojo, de nuestros queridos Trae Crowder, Corey Ryan Forrester y Drew Morgan, la conciencia de un nuevo Sur. Muchos lo han descubierto ahora, gracias al espaldarazo que le ha dado Thirty Tigers, pero ya lleva, con este, ocho discos y varios EPs, editados en Bandcamp. Nació como Kyle Bingham (Kyle por Kyle Petty, el corredor de NASCAR), pero se hace llamar Adeem the Artist y, a veces, Adeem Maria. Género no binario. Prefiere hablar de sí mismo como de «ellos». Y ellos nacieron en Gastonia, en 1988, la misma localidad de Carolina del Norte en la que se crió Wiley Cash (autor de Una tierra más amable que el hogar y de El oscuro camino hacia la misericordia, ambas editadas en España por la editorial Siruela; si no las habéis leído, ya estáis tardando, diseccionan muy bien el lugar y la gente de la que estamos hablando). Clase obrera pura y dura. De padres jóvenes que apenas si se conocen cuando él/ellos nace/n. El primer lugar que recuerda de niño es el tráiler donde vivían. Jugar con los Power Rangers en el jardín, entre chatarras. Luego, de adolescente, muchas noches de beber y de fiesta. Vida de parque de caravanas. Moteros, peleas, botellas rotas, paro y desolación. Pero, no obstante, lo que más recuerda es la calidez, por encima de las penurias. El sentimiento de comunidad. El tío Richard vivía con ellos, una especie de brujo o satanista, lector apasionado de teoría del anarquismo. Le enseñó a identificar espíritus en el cielo. Y a escuchar buena música. Su madre fumaba marihuana mexicana, estaba obsesionada con Collective Soul y Nine Inch Nails, y tenía dos amigas junto a las que Adeem creció pensando que eran sus tías: Lucinda, bipolar, víctima de un trauma extremo, y Faye, que vivía con Joel, el primer músico que Adeem conoció y que acabaría muriendo de sobredosis. Tras su funeral, Faye le regaló un CD con sus canciones. Gente excéntrica y rara. Su padre trabaja con máquinas en un edificio que parece un castillo insondable y acostumbra a ir con su hijo a ver partidos de hockey y a comer tacos. «Esos son mis recuerdos favoritos», escribe Adeem. «Recuerdos con manchas de tabaco. Recuerdos con olor a alcohol. Todos hablando a voz en grito. Todo el mundo muy soez. Cada cruel intercambio impregnado de humor irreverente». Piel de pollo con vinagre (normal que la criatura engorde), mucho blockbuster y actions figures del Todo a Cien. Júbilo máximo en el basural. Con la iglesia baptista apretando fuerte. A los veintidós se independiza y sale al mundo con su acento sureño y un arsenal de recetas para hacer casserole con patatas fritas de bolsa. El mismo lo dice: toda su infancia fue una parranda de basura blanca (título del disco que hoy reseñamos: White Trash Revelry). «Ahora me siento lejos de todas aquellas personas que fueron los pilares de mi juventud. Apenas queda uno con vida, soy un aldeano perdido de una comunidad olvidada y abandonada, el chiste que remata la diatriba de una red social blanca y progre. Basura blanca vagabunda, eso soy, el fantasma viviente de mis ancestros». Las canciones del disco (autofinanciado y con donaciones de extraños, dólar a dólar) son un fiel retrato de ese paisaje (y ese paisanaje). En la segunda estrofa del primer tema, «Carolina», deja las bases sentadas: «Del puño de mi abuelo a los labios de mi madre, hay una huella ancestral, una herencia americana de trauma y depresión», para terminar unos versos más abajo diciendo que «desde el canal del parto hasta el ulular de las sirenas de emergencia, uno tiene muchas pieles que ponerse mientras trata de averiguar quién es», y no importa lo que diga la gente, no hay que esperar que lo vayan a entender, no es culpa de nadie, la vida no es siempre lo que uno planea, «algunos tuvimos infancias que nunca fueron poemas». En «Heritage of Arrogance» habla del racismo, de la supremacía blanca, del Klan, de Rodney King y de la furia negra, «dos caras de una misma moneda, el Klan y la APC / la clase de mierda que nuestros padres nos contaron a ti y a mí […], y decir que son las dos caras de una misma moneda implica decir que no existe una cara mejor / viene a decir que el racismo y la justicia están igualmente justificados / y yo sé muy bien que nunca pedí nacer blanco / nunca me enseñaron que el mundo era tan jodidamente injusto, pero ahora depende de nosotros arreglarlo». En «Painkillers & Magic», toca el tema de las metanfetaminas y de la locura espiritual, «esta coalescencia / de santidad y horror, adicción, pérdida y bendición / analgésicos y magia». Alcoholismo, familias rotas, violencia, paro, pobreza… El disco apura el cáliz hasta las heces y no se deja nada en el tintero. Pero lo hace desde una nueva perspectiva. En «Redneck, Unread Hicks» queda de manifiesto que las cosas han cambiado (quizá no tanto las cosas, sino la manera de encararlas): paletos queer cantando «Black Lives Matter» con una melodía de Jimmie Rodgers, rednecks y cazurros analfabetos gritando: «¡Palestina libre!», gays casándose con un amor infinitamente más sagrado que el del tercer matrimonio de Donald Trump, mujeres trans y socialistas, con conciencia de clase, tocando la mandolina y tumbándote con el moonshine cualquier noche de sábado, «yeah, estos rednecks y cazurros analfabetos se están organizando en el parque de caravanas». Todos los estereotipos tirados al cubo de la basura. Y luego dos joyas. «Middle of a Heart», una de las canciones más bellas que el que esto suscribe ha escuchado en mucho tiempo (ya ni sé la de veces que la habré pinchado desde que entró el disco en casa); y «Books & Records» que es casi imposible escuchar sin que se te revuelva la patata: te suben el alquiler cada año, te dejas la piel en dos curros de mierda, pero aun así aguantas y persistes, aunque probablemente en diciembre tendrás que irte, porque ya no llegas ni a rastras a fin de mes, «hemos estado vendiendo nuestros libros y nuestros discos / los instrumentos que tocaron nuestros abuelos / hemos estado vendiendo nuestros libros y nuestros discos / pero, algún día, los volveremos a comprar. // Tal y como van las cosas, dudo mucho que nos podamos jubilar / pero para entonces el hierro fundido estará bien sazonado / y, con un poco de suerte, volveremos a tener nuestros momentos junto al fuego / y podremos volver a poner un disco y a leer un libro». Touché.

TRAMPLED BY TURTLES

Alpenglow

(Banjodad Records/Thirty Tigers, 2022)

Pisoteados por tortugas, y no les preguntéis por qué. Desde sus inicios todo fue improvisado y accidental. Muy de hacer de tripas corazón. De sobreponerse y de reinventarse. De no ceder al desánimo. Todo empezó en Duluth, Minnesota, con un robo. Dave Simonett, líder de los Pisoteados, tenía otro grupo antes. Pero una noche, durante un bolo, una emprendedora banda de ladrones le desvalijó el coche y se llevó todo su arsenal musical, dejándole solo la guitarra acústica. De ese despojamiento, nació el nuevo grupo. Hay que agradecérselo a aquellos chorizos (me gusta pensar que los susodichos rateros también eran músicos, o al menos aspirantes a serlo, y que con el equipo robado pudieron formar una banda, una banda que lo mismo tú y yo conocemos, pero sería pedir mucho). Dave Simonett recompuso las piezas para forjar un nuevo grupo, pero esta vez con cosas que no necesitasen amplificación, con cosas poco atractivas para los ladrones, cosas que nadie salvaría del fuego en caso de incendio: banjo, mandolina, violín…, la cacharrería del bluegrass. Y claro, me diréis, nada más alejado del trote del banjo y de la fanfarria del bluegrass que el paso de una tortuga. Pero lo que todos tuvieron claro desde el principio es que no querían un nombre que sonara a banda de bluegrass. Nada de Pine-Ramblers-no-sé-cuántos. De esos ya había a espuertas. Además, ellos se definen como una banda de rock con instrumentos de bluegrass, vamos, una banda de rock desahuciada. En 2004 sacaron su primer disco, Songs from a Ghost Town, y desde entonces, hace ya casi la friolera de veinte años, que se dice pronto, no han parado. El que reseñamos hoy es su décimo álbum, se lo ha producido Jeff Tweddy (que también toca la acústica en unos cuantos temas y es el autor de «A Lifetime To Find», el quinto corte). El disco se titula Alpenglow, pero podía haberse titulado perfectamente «El Álbum del puto COVID», pues fue concebido y compuesto durante la pandemia, de ahí que todos los personajes que pululan por las canciones estén, de una u otra forma, al borde de un precipicio o de un cambio radical, por voluntad propia o porque no les queda más tutía. Mudanzas, separaciones, viajes. Confrontación con lo desconocido. Simonett ha gastado sus buenas horas haciendo trabajos de carpintería y de construcción, así que sabe muy bien lo que es recomponerse. Cantaba Willie que la vida nocturna no era vida, pero era su vida. Y Simonett lo suscribe. Cada noche, cada bolo, cada canción, cada disco, una restauración. Y el bluegrass tiene mucho de carpintería. El título hace referencia al resplandor entre rojizo y rosado que se ve en las montañas justo antes de la puesta y la salida del sol. Y eso es lo que han pretendido capturar en el delicado entramado acústico de cada tema. Porque otra cosa que tiene esta gente es que sí, en efecto, hay virtuosismo instrumental, tocan de vicio, pero nunca resulta excesivo y siempre está al servicio de la canción (algo que en el bluegrass tampoco es que sea tan frecuente, lo que dejó aquí apuntado porque para el que esto escribe no hay nada más cansino que el virtuosismo, que para un ratito, vale, pero para más de cinco minutos es cosa ya que solo se tolera en el circo, entre actos de perritos futbolistas, fieras narcotizadas, equilibristas ebrios y empacho de algodón de azúcar). Jeff Tweddy los convocó, se sentaron en círculo en el estudio y le cantaron todos los temas a lo vivo. De vez en cuando, se colaba él con su guitarra, como un vampiro, como quien no quiere la cosa, y sugería cambios. En ningún momento tuvieron la impresión de estar grabando. No pudieron sentirse más cómodos. Hasta el punto de que Simonett piensa que, el de este disco, bajo la tutela de Tweddy, es su conjunto de canciones más potente hasta la fecha. El final es glorioso. Concluye con el tema «The Party's Over» y lo que promete lo cumple. Todo el disco es una fiesta (todos sus discos lo son). Y el poso que deja con esta especie de vals triste es precisamente esa sensación de fiesta concluida, de desbaratamiento, de colillas despachurradas y latas vacías. La última frase es memorable: «La fiesta ha terminado / y me he quedado aquí solo pensando / en los perros, en la luna y en ti». Lo bueno es que no hay más que volver a pinchar el álbum desde el primer surco para que la fiesta se reanude, las veces que uno quiera, con el salón limpio y las botellas llenas, al menos hasta que estos tipos de Duluth nos deleiten dentro de un par de años, o los que sean, con un nuevo disco. En cualquier caso, es un auténtico placer dejarse pisotear de nuevo por estas maravillosas tortugas. Y, ya que estamos, aprovechamos para mandarles un saludo especial a los cuatreros que, sin saberlo, propiciaron estos prodigios.

EMILY NENNI

On The Ranch

(Normaltown Records, 2022)

Si hay algo que se identifica con ella y que entronca directamente con el modo de vida que nos ha elegido (porque por muy heroicos que nos supongamos, esta vida de porche y leve alcoholismo no es algo que hayamos elegido nosotros, aunque de habernos visto ante tal disyuntiva la hubiéramos elegido sin dudarlo, porque, en el fondo, no damos para más, como es público y notorio –lo siento, mamá–, si bien es cierto, también te digo, que ni falta nos hace, porque con lo poco que ya tenemos vamos tirandillo, tan ufanos y tan rumbosos, hacia nuestras tumbas respectivas), si hay algo que la define, decíamos, es el sonido de una lata de cerveza estrujada y lanzada al matojo (ya habrá tiempo de recogerla luego) antes de ir a por otra bien fresquita a la nevera y seguir aporreando la guitarra o darle la vuelta al disco (aquí miento, porque no gasto vinilo, pero sé que vosotros sí), que es, por otro lado, el sonido y el estilo del country que Emily Nenni acomete, sin más etiqueta que ese providencial estrujamiento metálico, puro casticismo de honky-tonk, bares llenos de humo, casas prefabricadas y una buena perra siempre al lado, recogiendo piñas, en este caso Edna, con la que, por cierto, como no podía ser de otro modo, cierra con imbatible broche de oro la lista de agradecimientos del disco. Una música honesta y vulnerable, dulce y triste, pero que tampoco se toma demasiado en serio, porque al final de todo se sale, más o menos indemne, de todo menos de lo que no se sale nunca, claro es, pero ahí ya no habrá más apuro que el de los que queden atrás para llorarnos o maldecirnos, y no será cosa nuestra, así que allá se las compongan). La vieja escuela del honky-tonk, como dice ella misma, pero con el toque peculiar de haberse criado en la zona de la Bahía, en California, en el seno de una familia de «nerds» de la música que, desde que la criatura se fue cuajando en el útero materno, vivió siempre con banda sonora de fondo: Patsy Cline, Willie Nelson, Jessi Colter y Hank Williams por parte de madre, y James Brown y John Coltrane por parte de padre. Toda la memoria y los recuerdos, todo el grueso álbum familiar, vinculado siempre a alguna copla. Ella comienza a estudiar ingeniería de sonido en la universidad, pero, en cuanto ahorra un poco, dice adiós a las aulas y se larga con veintiún años a Nashville siguiendo la proverbial senda de ladrillos amarillos, sin conocer a nadie en el punto de destino (obstáculo nimio, puesto que Oz siempre acaba siendo un enano bastante chusco). Y como la chica tiene lo suyo de pillina, para colarse y medrar en el mítico Robert's Western World de la calle Broadway («bandas country, cerveza fría y emparedados de mortadela frita»), se pone a hacer galletas para seducir a los gorilas de la puerta y a la banda local (Brazibilly), y en muy poco tiempo, con mucho callo también adquirido en las noches maratonianas del Santa's Pub (envalentonándose a base de cervezas), consigue hacerse con el escenario. De aquel trajín salió la oportunidad en 2017 de grabar su primer disco, Hell of a Woman, título de lo más apropiado porque, desde luego, ¡vaya tía!, el álbum que sería su llamamiento a las armas (y que casi nadie referencia al hablar de ella, porque documentarse se conoce que ha de ser cosa de indigentes, y así nos va), donde ya se olisquea sobre el lecho de la pedal steel esa voz, mezcla de Patsy y Dottie West, que enseguida alza el vuelo en los cuatro temas del EP de 2020, Long Game, uno de los cuales, el que da título al susodicho, alcanza el millón de escuchas y llama la atención de la gente de Normaltown y New West Records. Estos, obvio, la fichan al momento, coincidiendo con la época del virus que hizo de todos nosotros unas monjas de clausura, hoscos cenobitas involuntarios, y con su marcha a Colorado para trabajar en un rancho, sito en el Parque Nacional de Great Sand Dunes, donde se dedica a servir comidas, jugar con los perros, cuidar al niño del propietario, tocar una vez por semana para deleitar a las visitas ocasionales, componer casi todas las canciones de este prodigioso On The Ranch (que le produce Mike Eli, guitarrista de Chris Stapleton) y, sobre todo, a beber y estrujar latas de cerveza, que es lo suyo, como esta mandado y es de recibo. En una reciente entrevista, Emily Nenni ha declarado que el lugar más inesperado al que le ha llevado toda esta aventura es a conducir un viejo cortacésped (a lo George Jones) por un parque de caravanas con un sombrero vaquero mientras va cantando una canción sobre estar demasiado ocupada paseando al perro como para ocuparse de tus soplaplolleces. En sus conciertos del Santa's se vuelve más pantanosa y se atreve con el «Meet Me In The Morning», de Bob Dylan y el «Amarillo Highway» de Terry Allen. En el Robert's se decanta por el «My Shoes Walking Back To You», de Ray Price y el «Bottle Let American Down» de Merle Haggard. Si pudiera viajar en el tiempo, no lo dudaría ni un instante: de cabeza a los setenta para poder ver a Waylon y a Willie tocar juntos (y a los Faces y a Funkadelic y a Betty Davis). Si fuese una Spice Girl, se apodaría Hell of a Spice. El año pasado estuvo de gira con Charley Crockett, Kelsey Waldon y Teddy and the Rough Riders y, si tuviera que definirse, recurriría a su canción «Messin' With Me», con la que abría el EP de 2020 y en la que ya te dejaba meridianamente claro que, con ella, tonterías las justas. Como dijo Cher en cierta ocasión: «Soy muy dulce y de lo más agradable, ahora bien, tócame las narices y acabo fregando el suelo con tu cabeza». Diosa.

THE MINERS

Megunticook

(Match-Up Zone Records, 2021)

Aparte de ser la cuna del invento neerlandés del dónut (lo cual ya fundamentaría, sin más aliños, su incuestionable relevancia histórica) y de haber sido «el legítimo centro de las ideas revolucionarias», bajo el auspicio, entre otros, del torrencial Benjamin Franklin, que no era de allí, sino de Boston, pero como si lo fuera, Philadelphia (Philly para los amigos), «La ciudad del amor fraternal», «Cuna de la libertad», colonia de cuáqueros, en la orilla occidental del río Delaware, también es la base de estos mineros, The Miners, que, por fin, después de algo más de diez años desde la publicación de las seis fantásticas canciones que componían su EP de estreno, Miner's Rebellion (2012), grabado en un sótano con un magnetofón de ocho pistas, sacan su primer disco de larga duración y vienen a confirmar lo que muchos presumían del todo improbable y lo que los propios Miners no dudan en afirmar ante el gesto de estupor de quienes suelen asignar a la cosa otros paisajes, otras latitudes, esto es: Sí, en efecto, hay bandas de alt-country en Philly. Y, además, nada tienen que envidiarle a las grandes bandas que fueron siempre sus referentes: Uncle Tupelo, Blue Mountain, Whiskeytown y los Jayhawks, con su buen aderezo de Flying Burritos y Merle Haggard (hay que decir que la banda empezó a dar el callo, por accidente, allá por 2007, cuando ya todo ese movimiento del «country alternativo» parecía superado y quedaban muy pocas bandas que lo transitaran; luego resurgiría con el encumbramiento de la etiqueta «Americana» que, como siempre hemos dicho, lo mismo sirve para un roto que para un descosido, y hoy ya el asunto no suena tan extemporáneo, cuando hasta los indies –no de independientes, sino de atufantes–, se suben al carro a robar manzanas y deslizan banjos y mandolinas en sus infectas cantinelas). Country de Philadelphia. Pedal steel sobre el puente del río Schuylkill. A lo que también habría que añadir que en estos diez años transcurridos desde su primera grabación han pasado muchas cosas. Sentimientos de separación y de incertidumbre (el cáncer de mama de una esposa, la muerte por demencia de una abuela, el recuerdo del amigo batería que se mató en un accidente de coche a los dieciséis años, el hijo que abandona el hogar para irse a estudiar a la universidad de Ohio…, un poco haciendo bueno, y dispénsenme por la cita y por la longitud del paréntesis, lo que decía Shopenhauer: «la tarea del novelista no es narrar grandes acontecimientos, sino hacer interesantes los pequeños», emocionar e incendiar corazones desde lo modesto, sin pose ni pirotecnia), peripecias vitales, más o menos reseñables, algún que otro bolo (tampoco tantos) y mucho acaparamiento de viejos vinilos, porque esa es una de las alegrías que se concede Keith Marlowe, líder y compositor de la banda, la del coleccionismo de vinilos, a lo Robert Crumb, con el oído siempre atento (puede sonar raro, pero hay muchos músicos que apenas escuchan música, y claro, luego suena lo que suena –como también pasa con los editores que apenas leen, se conoce que en todos los gremios cuecen habas–). Y es que todas las canciones de Megunticook (el nombre de un lago de Camden, Maine, que ya aparecía referenciado en una de los temas del EP, «Norton's Pond», lugar idílico al que Marlowe regresa con los suyos siempre que puede, lleno de recuerdos de infancia, porque en contra de lo que recomienda el insufrible Joaquín Sabina, al lugar donde se ha sido feliz debería uno siempre tratar de volver –no querer hacerlo es envejecer y contar batallitas geriátricas sobre un pasado que luego, en realidad, a poco que uno enfoque, nunca fue tan áureo–), todas las canciones, decía, salvo dos, han ido surgiendo mientras se vivía, al ritmo de los sobresaltos cotidianos, no han sido compuestas ex profeso para el disco y, por añadidura, son ya viejas compañeras de carretera, las han fatigado a base de bien en vivo y, por eso, suena ahora todo tan solvente y engrasado. La foto de la cubierta está hecha por el propio Marlowe desde el Acantilado de la Doncella, después de una buena caminata, justo desde la cruz que marca el lugar donde una joven murió despeñada, allá por mil ochocientos no sé cuántos, cuando perdió el pie al volársele el sombrero e intentar cazarlo al vuelo. Megunticook, tal y como lo bautizaron los indios de la Nación Penobscot, que viene a significar algo así como «grandes olas del mar», por las montañas que lo circundan. Un lugar de recuerdos y escapadas, plácido y acogedor, casi un ensueño, pero que también actualiza nuestra fragilidad ante la indiferencia, ni siquiera cruel, de la naturaleza. Un lugar que te devuelve a tu sitio, que te hace poner los pies sobre la tierra y que te recuerda que cuando las cosas se despeñan, se despeñan para siempre. De eso, los indios sabían y, por eso mismo, siquiera por eso mismo, ha de procurar uno vivir la vida, no solo verla pasar o rememorarla, agarrar el sombrero antes de que se nos escape y ya sea demasiado tarde para no verle las orejas al vacío. Y claro que sí, insisto, hay alt-country en Philadelphia, y suena tan bien como el de quienes, sin saberlo, lo inventaron en su día. La rueda sigue girando. «The road goes on forever and the party never ends», con permiso de Robert Earl Keen. Y ya habrá tiempo de lamentarlo con la gusanera.