Planting by the Signs
(Slough Water Records & Thirty Tigers, 2025)
La colaboración de Bonnie «Prince» Billy, prestando su voz en el octavo, emocionante, corte del disco, el dueto «Nature's Child», es bastante significativa y determina bastante bien el terreno en el que nos encontramos. Bonnie «Prince» Billy no colabora con cualquiera ni cualquiera aspira a conseguir una colaboración de Bonnie «Prince» Billy. Tampoco es que S. G. Goodman necesite a nadie para significarse, sus dos anteriores álbumes ya lo atestiguaban sobradamente (del primero dimos buena cuenta por aquí). La cosa se ha ido radicalizando, eso sí, y la comodidad con la que se mueve la artista de Hickman, Kentucky, en la atmósfera que ha conseguido crear en este Planting by the Signs resulta apabullante. Es la misma atmósfera por la que transita Bonnie «Prince» Billy desde hace ya años. S. G. Goodman se ha construido una cabaña ahí mismo, en ese mismo bosque. Ha profundizado, con esa mezcla de fuerza y vulnerabilidad que ya se dejaba entrever en sus anteriores tentativas, en el Sur profundo de su infancia (hija de granjero en una pequeña comunidad rural, ayudando en la cosecha de maíz dulce, cazando ciervos y poniéndose al volante de un camión desde los diez años, con banda sonora de George Jones, Patsy Cline y Randy Travis, más adelante de Stevie Nicks, Sheryl Crow, hip-hop y rock indie; sobre su piano vertical conserva disecado el gato montés que la atacó mientras ella, de adolescente, estaba cazando ciervos y no le quedó más remedio que dispararle, para su infinito pesar), y se declara, por encima de todo, narradora de historias (más que inspirarse en música, confiesa inspirarse en lecturas; esta vez Dime cuánto hace que el tren se fue de James Baldwin, y The Dollmaker, de Harriette Arnow). Su empeño es transmitir las viejas creencias (el título del disco hace referencia a la jardinería lunar, la astrología agrícola que lleva siglos arraigada en los Apalaches). E interrogarlas. Hay una palpable severidad en el modo de afrontar las letras, un cuidado y una precisión en la extensión y la narrativa. Ha recuperado el arrojo con que escribía cuando era más joven y todavía esto de la música no se postulaba como salida o fuga. Plantación, poda, construcción y cosecha, así es como se plantea la composición de las canciones. Por el camino, se han sucedido pérdidas y reconciliaciones. Matt Rowan, su amigo del alma, colaborador y guitarrista de toda la vida (de todas sus vidas), con quien se peleó en 2021, durante un período demasiado largo de giras (¿quién es el inhumano que no se pelea en una gira?), vuelve a la palestra. Y con su vuelta, como músico y coproductor, ha tenido lugar la renovación. En «Michael Told Me» se cifra esa historia de amistad, pérdida y reconciliación («Incluso con el dolor entre ambos / estaba recuperando a mi hermano // Michael me dijo que podríamos lidiar con ello / darle tiempo a las ramas hasta que proyectasen sombra»). Desde aquel primer disco, han pasado muchas cosas que podrían haber desnaturalizado el guiso, pero todo lo sucedido no ha hecho sino condensar el sabor y fortificar la confianza en su arriesgada propuesta (pocos se atreverán, en estos tiempos de atención efímera, a cerrar un álbum con un tema de nueve minutos que jamás sonará en ninguna radio, la genial «Heaven Song», poema en prosa para paladares exquisitos). Sus amigos, por ejemplo, le empezaron a decir que Paul Schrader estaba compartiendo su música en sus redes sociales. Ella no sabía quién era, pero le escribió una nota de agradecimiento. El caso es que acabaron haciéndose muy buenos amigos y sus canciones acabaron apareciendo en dos de sus últimas películas («Space and Time», versionada en El maestro jardinero, y «Mercy of Man», con Robert Levon, en El contador de cartas), aunque ella asegura que aún no ha visto Taxi Driver. «Lo que tengo, criada sin tele ni tonterías, —dice— es que podría estar en una habitación con alguien increíblemente famoso y no tener ni zorra idea de quién es. No me querrías tener en tu equipo de trivia en un bar, eso seguro. Y esa podría ser la razón por la que creo que puedo establecer relaciones reales con personas de ese calibre.» Le pasó lo mismo con Bruce Springsteen, la noche en que Schrader la invitó a cenar en su casa de Nueva Jersey. Esta vez sí sabía quién era el personaje. Obvio. Comieron espaguetis y albóndigas en el porche de Springsteen, el mito con pantalón de chándal, camisa de franela y toda su cacharrería de anillos y colgantes. De no haber sabido quién era, dice Goodman, podría haber pasado por el tío de cualquiera, el hermano de tu madre que lleva un pequeño negocio de plomería y al que nada le gusta más que disfrutar de una buena lata de cerveza industrial al llegar a su casa del tajo. Un tipo amable, humilde y, rara avis, interesado en lo que le cuentas. Pero, después de todas estas vivencias, de todos estos nuevos amigos y viajes (ha girado con Jason Isbell y Tyler Childers, y su gira por España parecer ser que marcó un hito para la generación de este nuevo disco), S. G. Goodman volvió al bosque y se dispuso a componer y grabar su disco más personal. Con Bonnie «Prince» Billy, el viejo Will Oldham, como un bigfoot o uno de aquellos montañeses legendarios, un Jeremiah Johnson, saliendo de la espesura e invitado a la fiesta.